Diez años de soledad

Por Jorge Daniel Brahin

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Que Cien años de soledad sea la obra más influyente de la lengua castellana luego del Quijote sólo lo dictaminará el paso del tiempo, por lo pronto, a esa conclusión arribo el grupo de académicos, especialistas, intelectuales y periodistas reunidos en el IV Congreso Internacional de la Lengua Española realizado en Cartagena de Indias, Colombia, en 2007. En un alarde de inmodesta perspicacia los congresistas fueron tajantes con su sentencia: el sitial invicto que viene ocupando la obra de Cervantes, en sus cuatro siglos de reinado, nunca tuvo, como ahora, una sombra tan nítida a sus plantas. Sólo cuatro décadas le alcanzaron a la novela colombiana para colocarse en esa posición de asombro.

Si se analiza bien, razones no le faltaron a esa declaración precipitada. Es que la irrupción del libro causó tal estruendo en el ámbito literario iberoamericano que con una celeridad desusada se fue irradiando hacia todo el mundo. Su poética y su lenguaje descontracturados, avasallantes e hiperbólicos vinieron a renovar la narrativa por entonces, en los 60, mustios y previsibles. Enumerar sus más de 50 millones de ejemplares vendidos, su traducción a 35 idiomas, la valoración encomiástica de la crítica especializada y la obtención del Premio Nobel de Literatura por parte del autor en 1982 podrán bastarles como refrendo.

Gabriel García Márquez, Gabo, el artífice de ese genial desborde mayúsculo, fue un hombre nacido al calor de la desmesura tropical. Aracataca, su pueblo natal, flanqueado por la Ciénaga Grande y las Sierras Nevadas, tan cerca de Barranquilla como de Santa Marta y tan próximo a la costa del Caribe, es el escenario iniciático donde su imaginación encontró pábulo junto al influjo de sus abuelos maternos Nicolás Márquez, el coronel de la guerra civil, y Tranquilina Iguarán, vidente y curandera. Ambos poblaron de imágenes, palabras, historias, leyendas, mitos, prodigios y fantasmas su niñez atónita. Lo dijo siempre, ellos desplegaron ante sus ojos y ante su corazón ese mundo fantástico que cohabita con la realidad ordinaria y que el hombre común, por tenerlo tan evidente, lo ignora o lo soslaya porque no lo puede explicar con la razón.

Según Gabo, él no inventó nada. Lo que contó, todo, siempre se ajustó a los parámetros de la realidad tal como se le presentaba ante sus sentidos. Ese mundo fantástico, que él plasmó en gran parte de sus novelas, fue descripto ya en su tiempo por los cronistas de Indias. Uno de ellos, Antonio Pigafetta, lo dejó asentado, con mucho de pasmo, en sus crónicas del primer viaje alrededor del mundo junto a Magallanes cuando describió su paso por América del Sur, en el lejano 1524. Frente a la audiencia de la Academia Sueca, el día que recibió el Nobel, recordó que Pigafetta “había visto cerdos con el ombligo en el lomo y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lenguas cuyos picos parecían una cuchara, además vio un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo”, para luego agregar que “esa crónica breve y fascinante ya vislumbra los gérmenes de nuestras novelas de hoy. […] Poetas y mendigos, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Esta es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.

¿Realismo mágico?

Entonces el problema, de acuerdo a las palabras de García Márquez, no se circunscribiría en lo que el ejercicio teórico de la literatura dio en llamar “literatura fantástica” o “lo real maravilloso” tal como lo entiende Alejo Carpentier. La clave sería otra, la poca competencia de los recursos convencionales para describir con verosimilitud la realidad americana, o más precisamente la caribeña: sucesos altamente inverosímiles que denotan, claro, una realidad diferente. Es por ello que debería imputársele a la crítica un gran desacierto el haber considerado a la obra de Gabo un emblema del “realismo mágico”, porque llamarlo de ese modo significaría distorsionar el sentido de ese subgénero literario, de acuerdo a cómo el colombiano entiende su propia creación. Es propicio recordar que la expresión “realismo mágico” la enuncia por primera vez, aplicada a las letras latinoamericana, el venezolano Arturo Uslar Pietri en un ensayo de 1948, tomada de la obra de Franz Roh que ya la había utilizado, en 1925, para describir la pintura posexpresionista de moda por esos años.

Con la llegada de una literatura innovadora desde fines de los 40 y su explosión en los 60, los catedráticos y los críticos abusaron del término empleado por Uslar para instalarlo definitivamente, designando así a la producción de un conglomerado de escritores de la región que, a instancias de Carmen Balcells, la agente catalana de muchos de ellos, se los conoció como el boom latinoamericano. El realismo mágico fue, entonces, una expresión imprecisa para designar un conjunto de obras cuyo rasgo distintivo era la intensidad expresiva del castellano a pesar de su no tan clara homogeneidad en la temática y en la diégesis. Más aún, usada en el caso de Gabo, sería un equívoco no menor, porque, como ya se lo dijo, lo que el autor plantea es el trato y la lectura interpretativa de la realidad que él percibe, “su” realidad verdadera, sólo aderezada con la carga imaginativa propia de cualquier texto realista. Así las cosas, se puede presumir que ese término tuvo la potencia indispensable para impregnar la mente de los lectores que a partir de esa época lo homologan con el nombre de Gabo. En palabras del crítico Jorge Lafforgue “algunos escritores como Miguel Ángel Asturias o el mismísimo Gabo dispusieron de un marbete atractivo y rutilante para saborizar sus obras”.

Una historia de bigamia

Si Mercedes Barcha, fue su gran amor y compañera de toda la vida, su vocación lo obligó a la bigamia. Desde casi niño se enamoró de la literatura y del periodismo. Y nunca tuvo claro cuál de ellos fue su mujer y cuál su amante. Lo cierto es que, en 1944, en el último año del Liceo de Zipaquirá, ya con fama de poeta, funda la “otra” Gaceta Literaria, un periódico estudiantil que duró sólo un número debido a un golpe de Estado previsible. Instalado en Bogotá para estudiar Derecho, se siente provocado por una nota del diario El Espectador en donde Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento “Fin de semana”, lamenta que en las letras colombianas no hubiera sangre nueva con talento. De inmediato escribe un relato breve y lo deja en la recepción del diario. El sábado siguiente apareció publicado “La tercera resignación”, su primer cuento. Corría septiembre de 1947. Gabo tenía 20 años.

Ese fue el comienzo del vértigo en que subsumió su vida. En 1948 es reportero en El Universal de Cartagena; luego, en 1950, se traslada a Barranquilla para trabajar como columnista en El Heraldo. La suma de esos escritos los recopiló en el libro Textos costeños, en 1981. A partir de 1954, vuelve a Bogotá para convertirse en el primer crítico de cine de Colombia en las páginas de El Espectador, y escribe la crónica, en catorce entregas, de lo que será Relato de un náufrago. Los artículos publicados durante ese año intenso, que derivaron en un largo “exilio” europeo, están compilados en un libro de 1982, Entre cachacos.

La pasión entrañable por el periodismo lleva a que lo defina como “el mejor oficio del mundo”. Y es esa la frase que puso por título a su inolvidable conferencia que pronuncia en Los Ángeles, inaugurando la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, en 1996, donde ya es legendario su pronunciamiento sobre las virtudes del periodismo escrito, al que considera un género literario de la talla de la novela, y su toma de posición a favor del reportero raso auxiliado sólo por la memoria. Ya, dos años antes, había donado al mundo una institución de puertas abiertas para formar periodistas de manera integral, sin distinción de nacionalidad ni de ideología. El 25 de junio de 1994 en Cartagena de Indias vio la luz la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano.

De su obra literaria exuberante por la cantidad y el contenido descuellan sobre todo aquellas novelas que, escritas con paciencia zen, escalpelo de taxidermista e imaginación de un desbordado vertebran un minicanon imprescindible. Con algo de mezquina brevedad no deben dejar de citarse El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera. En cada uno de esos títulos puede rastrearse la “anatomía de sus influencias” -parafraseando a Harold Bloom-, que no fueron muchas, pero, sin dudas, lo marcaron para siempre: Sófocles, François Rabelais, James Joyce, Franz Kafka, William Faulkner, Virginia Woolf, Ernest Hemingway. Y por sobre todos, hubo uno en especial.

Escuchemos a Gabo: “A grandes zancadas Álvaro Mutis subió los siete pisos de mi departamento con un paquete de libros, tomó el más pequeño y me dijo muerto de risa: ‘Tome. Lea esa vaina, carajo. ¡Ahí tiene, para que aprenda!’ Era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes en Bogotá -casi diez años atrás- había sufrido una conmoción semejante”. La alusión es a Juan Rulfo, a quien descubrió en 1962, tres años antes de que iniciara la escritura de su obra cumbre.

El otoño del patriarca, de 1975, escrita durante los años de su estancia en Barcelona, es su novela más experimental, al punto que unos músicos catalanes investigaron la estrecha y enigmática relación entre este texto y el Tercer concierto para piano, del húngaro Béla Bártok. Descubrieron que entre ambas existía una afinidad rítmica. Esta particular observación fue corroborada por Gabo cuando reconoció que ese era el fondo musical que lo acompañó de manera frecuente durante la escritura de su sexta novela.

El inicio de la escritura de El amor en los tiempos del cólera -una historia de amor que refleja la peripecia que tuvieron que soportar sus padres para poder consumar la boda- estuvo precedida por ese raro entrevero amoroso que Gabo sentía palpitar entre el periodismo y la literatura. Había decidido invertir una buena parte del dinero obtenido recientemente con el premio Nobel en un proyecto periodístico junto a dos grandes y talentosos amigos argentinos: Tomás Eloy Martínez y Rodolfo Terragno. Era la creación de un nuevo diario moderno en Bogotá que tendría por nombre El otro. Asfixiado por la enorme pulsión de trasformar en palabras la historia que le bullía en las tripas, optó por la literatura y el proyecto del diario quedó de lado.

Sobre Cien años de Soledad sería redundante y hasta empalagoso agregar algo a lo mucho que sesudamente se viene escribiendo. Salvo preguntarse si habrá un sitio en todo el mapa de América Latina más real que Macondo. Ese era Gabo, un creador de mundos que desafió la geografía agregando pueblos, mutando ríos y cambiando la orografía. Y hasta se dio el gusto de provocar un escándalo en el mundo académico cuando con su habitual desparpajo caribeño propuso “simplificar la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros y jubilar la ortografía, terror del ser humano desde la cuna”. Fue en la apertura del I Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas, México, el 7 de abril de 1997. Desde ese día las autoridades académicas y los puristas del idioma continúan temblando.  

Coda desaforada

El 17 de abril de 2014, Jueves Santo, los cielos de Aracataca vieron a Gabo emprender el vuelo, tan liviano como el aire tropical, a pura ascensión, en busca del Empíreo.
Ese día Macondo y sus criaturas mágicas supieron de la orfandad. Presintieron un duelo largo. Quizá infinito. Pero no lloraron, cada uno lo despidió a su modo.

“Debes saberlo, Gabo, al gallo no lo venderé nunca, aunque tenga que comer mierda”, alcanzó a murmurar emocionado el Coronel, mientras veía difuminarse a su demiurgo -junto al despliegue agitado de mariposas amarillas y al lábil contonearse de un ejército de pececitos de oro- en el lapislázuli del cielo del alba de aquel invierno caribeño, luego de que amainaran los aguaceros.

Asomado a la baranda de estribor Florentino Ariza miraba el amanecer multicolor que se despedazaba sobre el río Grande de la Magdalena. El Nueva Fidelidad hamacándose displicente, como todos los días, sacudía levemente el cuerpo frágil de Fermina Daza que sujeta a los brazos de Florentino paladeaba la fluencia de las horas en ese viaje de ida y vuelta, interminable. De pronto, la vista de Florentino Ariza buscó un espacio entre los cirros insomnes descolgados del firmamento. Apuntando con el índice hacia el vacío inmenso, zamarreó los hombros de Fermina y le dijo: ¡Mira!... ¡Es él! Y entonces lo vieron. Vieron volar a Gabo por los cielos de Macondo de la mano de Remedios, la bella, con la sonrisa pícara de siempre, y serena, como nunca, y una rosa amarilla engastada en el ojal, rumbo al destino inmortal de las fábulas.
Desde ese día Macondo y sus criaturas mágicas velan su desamparo. Desolados, indefensos, esperan su redención. El Prestidigitador que los creo los dejó inermes. Tal vez sea así para siempre. Por lo pronto, ya cuentan diez años de soledad.  
© LA GACETA

Jorge Daniel Brahim - Ensayista, crítico literario, editor.